martes, 30 de junio de 2009

La personalidad de Ana de san Bartolomé

Estamos pues en octubre de 1604, fecha de llegada a París de la mentada madre Ana de Jesús, más cuatro monjas por ella elegidas y, como es de suponer, carmelitas marcadas por un determinado espíritu y estilo: Beatriz de la Concepción, Isabel de los Ángeles (la única que ha de morir en Francia), Leonor de san Bernardo e Isabel de san Pablo, nacida en Flandes de padre español y madre belga, que sabe bien el francés.

Pero Monseñor Pierre de Bérulle había pedido también para Francia una monja singular, dada a muy grandes revelaciones, lega, conversa declarada, pero con aureola especial: en sus brazos había muerto, en Alba de Tormes, Teresa de Jesús. Me estoy refiriendo a la propia Ana de san Bartolomé, a quien Bérulle conocía a través de la Vida de santa Teresa de Francisco de Ribera y que llegará también con las otras y, desde luego, dispuesta y determinada al martirio, pues es fama -al menos así lo atestiguan las Chroniques de Troyes- que pasando por el Lenguadoc, país repleto de protestantes "herejes", las monjas de la expedición ponían al frente del coche el crucifijo y el rosario. Acción inútil en un país no sólo fundamentalmente católico, sino también muy preparado en doctrina, y naturalmente, dispuesto al misticismo.

Ana de san Bartolomé había nacido el 1 de octubre de 1549 en El Almendral, pueblecito
entonces perteneciente al partido judicial de Talavera en la provincia de Toledo, pero dependiente de la diócesis de Avila y, por tanto, situado en un radio de acción tremendamente influido desde 1562 por la reforma descalza. De padres labradores -Fernán García y María Manzanas-, su vida transcurrió en el campo y puede decirse que al ingreso en el carmen de San José de Ávila en 1570, en calidad de lega, nuestra monja es prácticamente semianalfabeta. Su discreta pero efectivarelevancia en el seno de la Orden comienza a tomar cuerpo a partir de 1577, en que santa Teresa, ya muy disminuida en su salud, la toma por compañera-enfermera; y así comienza Ana a estar presente en los acontecimientos más importantes de los últimos seis años de la vida de la Fundadora.

Participará activamente en sus cuatro postreras fundaciones: Villanueva de la Jara, en 1580; Palencia, en el mismo año; Soria en 1581; y la última, Burgos, en 1582, pocos días antes de la muerte de la santa, a la que acompañará, ya moribunda, a Alba y la asistirá en su agonía. A la muerte de Teresa de Jesús, los arrebatos, éxtasis y visiones de Ana de san Bartolomé se multiplican. Son visiones premonitorias, algunas de altos vuelos políticos, como la del desastre de la Armada de 1588; otras, las más, en relación al Carmelo, muy ligadas a su santa madre que aparece como guía e inspiradora; y algunas relativas a la futura y siempre en el aire fundación francesa. Sin embargo, la postura de la hermana Ana en las luchas de la Orden, alrededor de los años 90, resulta ambigua o declaradamente decantada -acaso por temor u obediencia ciega- a las novedosas directrices de Doria y a las Constituciones de 1592. De hecho, desde Ávila,
acompañará a la nueva priora de Madrid, María de san Jerónimo, a resultas de la destitución y reclusión en Salamanca de Ana de Jesús. Sea como fuere, el caso es que en 1604 llegan a París, a fundar, de entre seis, dos monjas, las mentadas Ana de Jesús y Ana de san Bartolomé, que habían tenido muy estrecha convivencia con la madre Fundadora, pero dotadas de muy distinto talante, formación cultural y grado de inteligencia.

De Ana de Jesús dirá Henri Bremond en su Histoire littéraire du sentiment religieux en France
-él siempre tan incomprensivo y avaro en el elogio a la primera priora de los cármenes de Francia que tuvo alta inteligencia e invencible carácter, a más de gran cultura y clarividencia genial
. Todo lo cual, la madre Ana demuestra en seguida, al llegar a París -en España lo había puesto ya de manifiesto en muchas ocasiones- en su toma de posición ante los debates en torno al quietismo que se formulaban en la Sorbona, así como en su enjuiciamiento y respuesta a los postulados de la escuela abstracta difusora del neo-platonismo del Dionisio Areopagita.

Y, sin embargo, es la otra Ana, la de san Bartolomé, la que va a ejercer sobre Bérulle un influjo especial, hasta el punto que el mismo Bremond -tan reacio asimismo en admitir determinantes españolas en la dinámica de la restauración católica francesa, aun en la propiamente denominada por él "invasión mística"-, acepta, en este caso, la dirección espiritual ejercida por la hermana Ana, que no es la de Jesús, pero tampoco ignorante. Al menos, lo acepta en unos años precisos de la formación de Bérulle, los que van desde el conocimiento de la futura beata, en 1604, hasta 16112'.

¿Cómo explicar lo que a muchos puede parecer inexplicable: que un hombre tan sabio, tan culto y cada vez más poderoso, requiera, como precisamente constatamos en las cartas, la dirección de la más humilde de las monjas españolas llegadas a Francia, cuya humildad se patentiza más con el paulatino ingreso en los cármenes franceses de las nuevas novicias galas -Madeleine du Bois de Fontaines, Charlotte de Harlay de Sancy, Marie d'Hannivel, Marguerite de la Barre, Angélique de Brissac...-, casi todas nobles y de altos linajes?. La respuesta es simple en el terreno de la espiritualidad y más aún en el de la experiencia mística: a Bérulle le conmueven profundamente las visiones de la hermana Ana. Cree además en ellas y en sus claves proféticas: de ahí precisamente sus continuas consultas, su dependencia. El caso no es insólito, ni entonces, ni ahora. La dominica sor María de la Visitación, la falsa estigmatizada del convento de la Anunciada de Lisboa, había ejercido influjo y poder parejo sobre Felipe II. La franciscana María de Jesús de Agreda lo desplegaría sobre el IV Austria.

Así, a instancias de monseñor, Ana de san Bartolomé tomará muy pronto en Francia el velo negro de las monjas de coro. Al ser corista abandonará las funciones humildes que venía desempeñando en la congregación, pasando a ser apta para las sagradas órdenes y altos cargos. Pero contrariará con ello a Ana de Jesús, a la que en este punto conflictivo le salen los viejos resabios de hidalguía y cree improcedente otorgar tal dignidad a una conversa. Santa Teresa, más comprensiva en ello por cuna -aunque era éste un punto que ella sola se sabía- se lo había ya propuesto a la Bartolomé en los últimos años de su vida, según nos manifiesta la propia beata en su autobiografía, donde nos cuenta asimismo la oposición mentada de Ana de Jesús, ignorante
del gran secreto que guardaba la madre Fundadora. Y la toma de velo será el primer paso para el priorato de la fundación de Pontoise, que ejercerá a partir de 1605, año en que comenzará a redactar sus tratados-conferencias espirituales, aunque el origen de su vocación de escritora debamos situarlo en España unos años antes.

Probablemente es exagerada y fantasiosa la creencia de que Ana de san Bartolomé aprendiera a escribir en 1579, copiando una muestra de escritura trazada por santa Teresa, en un día de mucho agobio epistolar. Pero lo cierto es que, a partir de este año es cuando la hermana Ana pasa a ser no sólo compañera-enfermera, sino secretaria de la Fundadora, teniendo como tarea principal, entre otras, la de escribir las cartas que le dicta Teresa de Jesús; aunque se infiere, por los autógrafos que han llegado hasta nosotros, que junto a ella colaboraron en este menester otras monjas, como Isabel de san Pablo y Beatriz de Jesús. Y por los mismos autógrafos, y otros posteriores escritos de la propia Bartolomé, observamos que su endiablada caligrafía revela orígenes más oscuros y humildes que los de las hidalgas de Santa María de la Gracia, donde se educa Santa Teresa, que aparenta serlo.

Como sea, Ana de san Bartolomé, desde su humilde condición de hermana lega, ejerce desde 1579 para santa Teresa, abrumada por una correspondencia que no puede contestar, esa importante función de escribiente-secretaria, tan ligada a la moda humanística de las cartas y de los epistolarios, y tan en relación con el desarrollo del individualismo y de la autoconciencia en la Edad Moderna. Escribe en principio lo que le dicta Teresa de Jesús. Más tarde, escribirá ella sus propias cartas en número nada despreciable de 665, si nos atenemos a las conservadas.


Estas cartas que, a simple vista, no presentan pretensiones literarias, ni mucho menos se ajustan a los tratados de Gaspar de Texeda, Diego Martínez o Jerónimo de Pablo Manzanares, usuales en la época, siguen de cerca, como era de prever, los formulismos, giros y léxico de santa Teresa. En ellas vuelca la Bartolomé buena parte de su intimidad, aunque siempre más contenida y peor expresada de lo que lo hiciera su maestra, y guardando, como es natural, el décorum pertinente, según la personalidad y la categoría del destinatario.

Entre ellos, será Bérulle uno de los más importantes, con la presencia, por encima de él, de la infanta Isabel Clara Eugenia. Este epistolario -que según la reciente y magnífica edición de 1985, debida a Julián Urkiza, se inicia en Ávila el 25 de noviembre de 1581 y se concluye en Amberes el 4 de junio de 1626, pocos días antes de la muerte de la madre Ana- se nos presenta, sobre todo al principio, como una especie de exercitatio de una futura escritora en formación. Luego se jalona con otras muestras y tentativas cada vez más complejas de la práctica literaria y de la expresión de su intimidad: desde la poesía, hasta ahora la faceta más conocida de Ana de san Bartolomé, a un relato biográfico de los últimos años de Teresa de Jesús, coronado por las declaraciones inquisitoriales en relación al proceso de beatificación de la santa. Y se completa, naturalmente, con la crónica fundacional, protagonizada por ella misma en tierras francesas, o las relaciones de conciencia, escritas en Francia y dirigidas precisamente a Bérulle. Éstas ya pueden considerarse como sus primeros escritos de exploración autobiográfica consciente de signo interiorista y espiritual, que culminarán con la propia autobiografía. Por fin, la experiencia de su escritura en relación a la redacción de sus cartas comprenderá también la tentativa, en parte frustrada, de la composición del diálogo didáctico, con su velada, pero siempre existente, componente autobiográfica.
María Pilar MAÑERO SOROLLA(Universidad de Barcelona)

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