SEGUNDA MORADA DEL CASTILLO INTERIOR
Bautizados 'en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo', nos cubrieron las aguas y ahogaron a la antigua criatura, terrena y mortal, que es cada uno de nosotros al nacer (precisamente eso significa, en su raíz verbal griega, la palabra 'bautismo'=ahogo, hundimiento). Sobre esas aguas 'primordiales' descendió el espíritu de Dios, llamándonos por nuestro nombre. Nos nombró y nos dio nuevo ser, haciéndonos pasar a un ámbito solo accesible a los hijos y amigos Suyos.
Esa fue nuestra pascua primera, nuestro personal cruce del Mar Rojo. La última y definitiva se cumplirá cuando, oída la Voz del Padre que nos llama, recibida la Unción y el santo Viático -quiera Dios y nuestros familiares nos lo procuren-, crucemos el Jordán para tomar posesión de la Tierra de la Promesa y entremos en nuestra definitiva morada. Entre ambas pascuas, nuestra vida en este mundo, toda ella peregrinación, milicia, prueba, entrenamiento, conquista.
Ya desde antiguo, la gesta del Éxodo -desde la salida de Egipto hasta el asentamiento en Palestina (los libros del Éxodo hasta el Deuteronomio)- fue entendida como una metáfora de la vida de todo cristiano. A cada uno nos ha llamado Dios cuando estábamos en Egipto. Nos ha sacado de allí, de esa tierra extraña, mediante el bautismo, y nos conduce a lo largo de nuestros días hacia la Tierra Santa, precedidos por el Caudillo y consumador de la Fe, Jesucristo (Hbr 12, ). Mas, los años, la vida, nuestros errores y pecados, nos tornan tantas veces a Egipto, a la antigua esclavitud.
Desde su Santa Morada, el Padre eterno no deja de llamarnos. No cesa de insistir en que dejemos Egipto y nos animemos a seguirlo en el desierto para entrar en Su tierra. Retomando a nuestra Doctora de Ávila, cuyo libro venimos leyendo, podemos usar otra figura: desde lo más profundo de ese castillo interior que es nuestro propio ser, el Señor nos invita a entrar, a buscarlo, y, una vez encontrado, a gustar de su compañía.
Como ciegos que no ven, como sordos que no oyen, como mudos que no pueden replicar, pasamos muchos años ' en-ajenados' , fuera de nosotros mismos y de Dios, devenidos "otros", a pesar de continuar siendo sus hijos. Y así hasta que una gracia actual -pascual- nos abre un poco los ojos y destapa un tanto nuestros oídos, y decidimos ingresar en el Castillo, en busca del Rey de reyes.
Decididos a no pecar más , entramos en la primera morada, en la cual comenzamos a balbucir nuestra pequeña ' oración con consideración' , y a ver, poco a poco, cuánta tela de araña, cuánta maleza, cuánto bicherío ha campeado libremente en nosotros durante años. Paso a paso, deambulamos por esta extensa morada, en la que encontramos tanto que hacer. A la luz que nos llega por la oración y por la penitencia cuaresmal, nuestros pobres ojos empiezan a ver más claramente el camino a seguir. Abiertos nuestros oídos, empezamos a oír más claramente lo que el Padre nos pide. Y nos damos cuenta que no podemos quedarnos en ella, la primera, sino avanzar a la segunda. Pero nos falta determinación.
Porque, despejados nuestros oídos, escuchamos que 'no basta decidirse a no pecar más': es preciso, además, evitar todas las ocasiones próximas de pecado , lo cual conlleva un cambio -conversión- mucho más radical. Iluminados nuestros ojos, vemos más claramente nuestros defectos -hasta ahora, muy a menudo entendidos como cualidades-, y nos asalta la idea de que, despojándonos de ellos, dejaremos de ser YO. De allí que, como bien advierte santa Teresa, los que se deciden a continuar adelante tienen mucho más trabajo que los que -aún sordos a la voluntad de Dios- se quedan afuera o en la primera morada.
En la segunda morada, como a Israel en el desierto, sobreviene para el esforzado la primera crisis: ¡el deseo de volver a Egipto!, a la anterior vida sin Dios. Los ataques llegan desde adentro y desde afuera; lo único seguro es que no faltan y que estamos en medio de un fuego cruzado. " Aquí -en la segunda morada- está el entendimiento más vivo y las potencias más hábiles; andan los golpes y la artillería de manera que no lo puede el alma dejar de oír " (Morada segunda, 3).
Por un lado, comenzamos a escuchar lo que el Señor nos pide y a dónde nos convoca, "con palabra que oyen a gente buena o sermones y con lo que leen en buenos libros... por donde llama Dios, o enfermedades, trabajos y también con una verdad que enseña en aquellos ratos que estamos en la oración" (Morada segunda, 3). Por el otro, un canto de sirena nos seduce, presentándonos los placeres pasajeros vividos sin Dios, fuera de Dios, en contra de la ley de Dios, de modo mucho más deleitable de lo que en realidad son. Y deseamos todavía la carne y el vino de Egipto, 'sus coles y pepinos'.
A pesar de ello, nuestra voluntad aún débil "se inclina a amar adonde tan innumerables cosas y muestras ha visto de amor, y querría pagar alguna; en especial se le pone delante cómo nunca se quita de con él esta verdadero Amador, acompañándole, dándole vida y ser " (Morada segunda, 4). Pero, aún no queremos dejarlo todo para seguir tras los pasos de Cristo.
Y, aunque comenzamos a entender que "no puede cobrar mejor amigo, aunque viva muchos años; que todo el mundo está lleno de falsedad y que en aquellos contentos... no encontrará seguridad ni paz" (Morada segunda, 4), aún así, nos resulta dificilísimo perseverar, viendo la meta como muy lejana y el camino como excesivamente largo. Malos pensamientos que no podemos echar fuera, sequedades y disgusto en la oración, recaídas en el pecado, tentaciones diversas, todo esto es jornada en el desierto, segunda morada.
"¡Ah, Señor mío! Aquí es menester vuestra ayuda, que sin ella no se puede hacer nada. Por vuestra misericordia, no consintáis que esta alma sea engañada para dejar lo comenzado. Dadme luz, para que vea cómo están en esto todo mi bien y para que me aparte de malas compañías!" (Morada segunda, 6). Que no me desanime incluso si alguna vez caigo, sabiendo que Tú sacarás de todo esto algún bien, que el simple hecho de comenzar a experimentar mi debilidad y miseria es mucha cosa, y Tú sabes que a menudo no lo reconocemos sino cuando permites que pequemos (Cf. n 9). Y, si alguna vez se me ocurriese pensar que, siendo la tarea tan ardua, mejor sería no comenzarla, que me aferre a la mano de tu Madre, para que Ella me conduzca hasta la tercera morada.
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