jueves, 20 de diciembre de 2007

EL CENTINELA

Érase que se era un viejo pueblecito, presidido por un castillo aún más viejo, que estaban situados en la frontera de un país lejano, al lado de un gran desierto. Tanto el pueblo como el castillo eran muy aburridos, porque raramente pasaba alguien cerca de ellos. Alguna vez se detenían a pernoctar extrañas caravanas, o caminantes solitarios, pero, en cuanto se alimentaban y descansaban, volvían a irse, dejando a los habitantes del pueblecito y del castillo con su diario aburrimiento. Y así, hasta que un día llegó un mensaje del rey de la nación informando de que, en la corte, se habían recibido noticias de que Dios en persona iba a venir a su país, si bien aún no se sabía qué ciudades y zonas visitaría.

Pero era probable que pasara por el pueblecito. Por si acaso, debían prepararse para recibirle tal y como Dios se merecía. Eso entusiasmó a las autoridades que mandaron reparar las calles, limpiar las fachadas, construir arcos triunfales, llenar de colgaduras los balcones. Y, sobre todo, nombraron centinela al más noble habitante de la aldea.
Este centinela tendría la obligación de irse a vivir a la torre más alta del castillo y,
desde allí, avizorar constantemente el horizonte, para dar lo antes posible la noticia de la llegada de Dios. El centinela, feliz y orgulloso, se dispuso a permanecer firme en la torre con los ojos abiertos.
¿Cómo será Dios? –se preguntaba. ¿Y cómo vendrá? ¿Tal vez con un gran ejército?
¿Quizá con una corte de carros majestuosos? En ese caso, se decía, será fácil adivinar su llegada cuando aún esté lejos. Pasaron los días y durante las veinticuatro horas no pensaba en otra cosa y permanecía en pie y con los ojos bien abiertos.

Pero cuando hubo pasado así algunos días y noches, el sueño comenzó a rendirle y pensó que tampoco pasaría nada si daba unas cabezadas, ya que Dios vendría precedido por sones de trompetas que, en todo caso, le despertarían. Y pasaron no solo los días, sino también las semanas. La gente del pequeño pueblo regresó a su vida de cada día;
y comenzó a olvidarse de la venida de Dios. Hasta el propio centinela dormía ya tranquilo.
Pasaron meses e incluso años y ya nadie en el pueblo se acordaba. Incluso la población se fue instalando en tierras más prósperas. Se quedó solo el centinela, aún subido en su torre,
esperando, aunque ya con una muy débil esperanza. Y el centinela comenzó a pensar: “¿Para qué va a venir Dios? Si este pueblo nunca tuvo interés alguno y ahora, vacío,
mucho menos. Y si viniera al país, ¿Por qué iba a detenerse precisamente en este castillo tan insignificante?”. Pero como a él le habían dado esa orden y como esa orden le había levantado la esperanza, su decisión de permanecer, era más fuerte que sus dudas.
Hasta que un día se dio cuenta de que, con el paso de los años..., se había vuelto viejo y sus piernas se resistían a subir las escaleras de la torre, que ya apenas veía y que la muerte estaba acercándose.

“Me he pasado toda la vida esperando la visita de Dios y me voy a morir sin verle”, gritó el centinela. De pronto, oyó una voz a sus espaldas que decía: “¿Pero es que no me conoces?”.

Entonces el centinela, aunque no veía a nadie, estalló de alegría y dijo: “¡Oh, ya estás aquí! ¿Por qué me has hecho esperar tanto? Y ¿por dónde has venido que yo no te visto?
La voz respondió: “Siempre he estado cerca de ti, a tu lado; más aún: dentro de ti.
Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero ahora ya lo sabes. Éste es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan y solo los que me esperan pueden verme” Y entonces el alma del centinela se llenó de alegría.

Y viejo, casi muerto como estaba, volvió a abrir los ojos y se quedó mirando amorosamente al horizonte.

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